jueves, 13 de enero de 2011

Capítulo I


Capítulo I
 Aquella era una noche calma y serena como otras para Joe El Sucio, quien salía de su oficina a altas horas de la noche y se dirigía tranquilamente a su Rolls Royce fumándose un habano. Había sido una buena semana para él, hacía apenas dos días que había mandado a matar a la familia de su peor enemigo, el viejo Italo Americano John Guetto, su mujer y sus dos pequeños hijos, de la manera más cruel, y ahora tenía a John, y a toda su banda, atemorizados y metidos en su bolsillo.
 Pero cual no fue su sorpresa cuando se encuentra de repente frente a un hombre que esperaba su llegada recostado muy orondo de su Rolls Royce; el hombre estaba vestido con un traje blanco y sombrero de ala ancha de igual color, y relucientes zapatos. Joe estaba muy sorprendido de lo joven que era, él tenía cincuenta años pero el joven aquel no pasaría de los veintiocho, con un rostro moreno de gesto amable. 
 -Hola Joe- canturreó el joven del traje blanco con voz delicada y suave. 
 -¿Quién ra…?- soltó Joe malhumorado por el gesto de burla con que le habló el recién aparecido.
 Pero antes de que pudiera decir algo más, el hombre del traje blanco había sacado una pistola Walther P38 9 mm y, en apenas segundos, dos balazos atravesaron el cráneo de Joe El Sucio haciendo gran estruendo entre los callejones.
 Había sido todo tan rápido que los dos guardaespaldas de Joe, que apenas venían unos pasos atrás saliendo del edificio, cuando llegaron, lo que encontraron fue el cuerpo de Joe tirado en el piso en medio de un charco de sangre que drenaba hacía la cuneta de desagüe de la calle. Dos cartuchos de bala brillaban sobre las lozas de la acera como únicos testigos de la presencia del hombre del traje blanco.
 A la mañana siguiente el mundo de la mafia estaba estremecido y la ciudad de Chicago amanecía manchada de sangre otra vez, cuando sus habitantes todavía estaban perturbados por el monstruoso asesinato de Alba Guetto y sus hijos,  hacía apenas dos días atrás.
 Nadie sabía que Joe Santino “El Sucio” era el responsable del crimen, por lo tanto sólo John Guetto se regocijaba esa mañana mientras oía la noticia de su misterioso asesinato.
 Los jefes de la mafia no sabían quién pudo ser el responsable de la muerte de Joe El Sucio, pero no tardarían en empezar a echarse la culpa los unos a los otros.
 Pero John Guetto no debía sentirse tan feliz por la venganza que alguien más había llevado a cabo, pues estaba siendo vigilado por la misma persona que había matado a su peor enemigo.

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 Una noche, mientras la lluvia golpeaba contra su ventana, Guetto hacía una misteriosa llamada telefónica.
 -Hola jefe, soy yo- habló casi que en un susurro la voz del gangster –No, jefe, yo eso no lo hice. Ese no fue trabajo mío ni de mis hombres…Lo sé…yo sabía que fue él… pero le juro que no sé quien lo hizo-
 Sólo la luz de su cigarrillo se veía en las penumbras de la oficina.
 -Sé que los Santinos se disputan el Flamingo- comentaba – y Frank Santino es capaz de matar a su propia madre, señor. Yo me cuidaría mucho de él-
 El hombre escuchaba lo que le decía la voz del teléfono con mucho fervor y miedo.
 -No creo que haya alguna conexión entre Joe Santino y usted. Pero no le quitaremos el ojo a Frank ni a aquel perro traidor de Simon Pileo- continuaba John muy atento al teléfono, despreocupado por lo que pudiera haber a su alrededor.
 Hubo silencio después de aquella llamada telefónica. El gangster se quedó solo en la oficina confiándose demasiado en el hecho de que policías, todos metidos en su bolsillo, vigilaban el edificio las veinticuatro horas los siete días de la semana.
 Pero el gangster no vería otro amanecer pues un misterioso hombre lo observaba desde detrás de la misma puerta de aquella oficina.
 -No fueron ni Frank Santino ni Simon Pileo- sonó su suave y cantarina voz haciendo que el robusto mafioso de cincuenta y cuatro años pegara un salto en su silla, tirando el cigarrillo al piso del susto. -Fui yo-
 -¿Ehh?, pero ¿Y quién eres tú maldito?- gruñó el hombre volteando hacia el intruso -¿Cómo entraste aquí?- el gangster puso la mano sobre el teléfono otra vez y muy sigilosamente levantó el auricular y con sólo discar un número, alertaría a la policía sobre el intruso.
 -Tal vez recuerdes a los Jacksons de Georgia- le soltó el joven del traje blanco, no podía ver su rostro por la oscuridad y porque el sombrero de ala ancha le tapaba el rostro -¿Te acuerdas de mí, John?- rasguñó con implacable voz.
 El hombre discó el número pero, antes de que pudiera siquiera parpadear, el joven disparó su Walther P38 y seis tiros impactaron a Guetto que cayó sobre la mesa otra vez junto al teléfono con tres agujeros sangrantes en la cabeza.
 Pero ya la policía de Guetto llegaba con sus sirenas y rodeaba el edificio. El criminal de blanco debía apresurarse o lo capturarían.
 Salió corriendo de la oficina del mafioso y corrió por los pasillos oscuros, la policía irrumpía en el edificio por toda la planta baja. El criminal vio que ya no podría escapar por allí así que corrió escaleras arriba evitando ser visto.
 A John Guetto lo encontraron con la cabeza sobre una mesa y el auricular del teléfono todavía colgándole de la mano. La sangre goteaba hasta el piso bañando sus finos zapatos, no muy lejos brillaban las bala que lo habían atravesado.
 Nada más que sangre y balas, eso era lo que dejaba a su paso aquel criminal de blanco.
 La policía salió de la oficina del mafioso en busca del asesino sin perder más tiempo, así que al criminal no le quedaba más que escapar por la azotea, toda la base del edificio estaba invadida y rodeada.
 Otro pez gordo asesinado aquella semana, los policías corruptos se cansaron de revisar cada rincón del edificio sin encontrar nada.
 El crimen se quedó como el de Joe Santino… por ahora.

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 Esa misma noche en la oficina del Departamento de Policía de Chicago había mucha conmoción. Sospechosos del asesinato de la familia de Guetto habían sido asesinados y ahora era el mismo John Guetto ¿Quién estaba detrás de todo aquello entonces?.
 -Antonio Gilardino- dijo Thompson.
 -Hum, no lo sé- dudaba el detective Mc Cluskey.
 -¿Quién más va a ser?- insistía Thompson.
 Mc Cluskey no dijo nada, todo aquel panorama que cubría la ciudad de Chicago ahora era más oscuro de lo que solía ser.
 -No, Thompson. Mucho me temo que tenemos algo nuevo aquí- suspiró y echó un vistazo por la ventana hacia la ciudad que se extendía más allá de las sucias persianas. Él era muy intuitivo, con veinte años de experiencia persiguiendo a la escoria de la sociedad, ya su instinto le guiaba más que las mismas evidencias.
 Pero Mc Cluskey, como todos los jefes de la policía de Chicago, había sido sobornado por los Gilardino más de una vez, pero ahora estaba dispuesto a luchar contra la mafia y redimir sus errores del pasado.


 No muy lejos de allí, el criminal de blanco yacía sentado sobre la acera de uno de los muelles abandonados, muy cansado y con la mirada perdida en el inmenso lago Michigan. Estaba triste, el rostro de John Guetto nunca se le borró de la mente, por lo tanto no importó cuántos años tenía sin verlo, lo reconoció enseguida.
 Un gato maulló en la lejanía sacándolo de sus pensamientos y las sirenas de los coches policiales recorrían las calles alertando al criminal que no debía ser visto allí.
 Había hecho mucho, sí, sus manos, y sobre todo su alma, estaban manchadas de sangre, así que él ya no se preocupaba por la ley. Él mismo la imponía… a su manera.
 Un coche patrulla pasó demasiado cerca de allí y su rayo de luz cruzó por un momento sus melancólicos ojos negros, sirenas muy lejanas y luego silencio. Se puso de pie y continuó atravesando charcos de agua de lluvia; de repente se detuvo ante uno y vio su reflejo plasmado sobre él y, aunque su rostro estaba casi oculto por la oscuridad y por su sombrero de ala ancha, lo que vio lo sorprendió, porque era el mismo rostro de hace unos años y él se preguntaba cómo era eso posible: hacía años que había dejado de ser la misma persona que era antes. Todo en él había cambiado desde que salió a encarar la vida de las calles.
 Pero de una cosa sí estaba completamente seguro y era que el día que lo llevaran a la horca por todos los crímenes que había cometido, él podrá decir que nunca mató a nadie inocente.
 Suspiró cansadamente y se sintió tonto por seguir allí huyendo de la policía cuando la verdad era que la policía no tenía ninguna descripción de él, porque no dejaba testigos.
 Así que… aquellos coches policiales estaban persiguiendo a un fantasma sin rostro.
 Se encogió de hombros y cruzó el charco con indiferencia para perderse por la solitaria calle, no era más que otra figura que vagaba perdida en la noche, pisando húmedos adoquines y dejando pasar una vida que se escurría como aquellas aguas de alcantarillas.
 El criminal de blanco ya no le temía a la muerte, de hecho la esperaba, y cuando estuviera subiendo las escaleras del cadalso, donde dos extraños lo estarían esperando para cubrirle la cabeza con una capucha negra mientras un sacerdote le rezaba sus últimas oraciones…él no tendría miedo. Solo esperaba el momento en que la cuerda le fracturara el cuello, el sufrimiento de la agonía y luego… tal vez vería a su familia otra vez.
 No se oyeron más sirenas por el resto de la noche.

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